Por Alberto Vergara (Universidad del Pacífico, Lima, Perú)
LIMA
— Para muchos peruanos, el gobierno de Alberto Fujimori (1990-2000)
constituyó algo así como un mal necesario. Hasta inicios de los noventa,
el país padecía una inflación fuera de control, un aparato productivo
agónico y un levantamiento armado que anunciaba la “libanización
peruana”. Durante su gobierno se abandonó aquella deriva. Para 1993, la inflación había cedido
y Sendero Luminoso, capitulado. Que en el camino, Fujimori —hermanado
con su asesor Vladimiro Montesinos— perpetrase un golpe de Estado,
debutase en su carrera de ladrón, degollase la libertad de prensa y
cometiera violaciones de derechos humanos, no impidió que el pueblo lo
ungiese como su chino salvador. Y mucha de esta lectura sobrevive hoy,
cuando 53 por ciento de los peruanos prefiere que Fujimori cumpla su sentencia por variedad de crímenes en casa y no en la cárcel.
En cambio, Keiko Fujimori, hija y heredera política de Alberto, no despierta una indulgencia semejante.
El 10 de octubre fue puesta en prisión preventiva
por el delito de lavado de activos (y liberada pocos días después). Más
allá de un poder judicial errático y ligero en muchas de sus
decisiones, el 75 por ciento de los peruanos
piensa que es culpable. Por primera vez en muchos años, las encuestas
muestran que los peruanos ya no consideran que Alan García sea el
político más corrupto del país, ahora señalan a Keiko.
A esto se suma la crisis partidaria. No solo Fuerza Popular (FP) se
dividió en la facción de Keiko y la de su hermano Kenji, sino que, en
las recientes elecciones subnacionales, el partido no consiguió ningún gobierno regional (de veinticinco) y su candidato a la alcaldía limeña obtuvo tres por ciento de los votos.
No
era un descalabro fácil de anticipar. Keiko había heredado el prestigio
que el padre mantenía en parte de la población, en 2006 había sido la
congresista más votada, en 2011 alcanzó la segunda vuelta presidencial y
en 2016, aunque perdió nuevamente la segunda vuelta contra Pedro Pablo
Kuczynski (PPK), en la primera obtuvo un rotundo 40 por ciento de votos y
se llevó 56 por ciento del Congreso. Era la política más poderosa del país y FP la plataforma más sólida en un país sin partidos.
¿Qué pasó?
En
solo dos años, Keiko Fujimori y FP le demostraron al país que, si el
gobierno del padre podía ser considerado un mal necesario, ellos
constituían, en cambio, un mal innecesario.
Es
probable que el origen de la debacle tenga fecha y hora precisa: cuatro
de la tarde del domingo 5 de junio de 2016. La pila bautismal de un
harakiri político. La televisión anuncia que ha ocurrido lo
inimaginable: PPK ha derrotado a Keiko Fujimori
por un margen mínimo de votos. Más que una sorpresa electoral, la
candidata debe haberlo vivido como una insurrección del cosmos contra su
destino presidencial. Y no solo ella. Es histórica la conmoción
catatónica que sufrió en televisión nacional un cuadro fujimorista al
conocer los resultados. Lideresa y acólitos quedaron con el corazón
partido. Y ya lo cantaron los Black Keys: “A broken heart is blind“.
Y
ciego ha sido el comportamiento fujimorista desde entonces. Debieron
asumir responsablemente que perdieron la presidencia por tener un
secretario general investigado por conexiones al narcotráfico y por,
luego, adulterar audios que buscaban descalificar dicha denuncia, pero
prefirieron considerarse víctimas de un fraude electoral sin prueba
alguna. Escribidores amigos inventaron otro analgésico irresponsable:
eran víctimas de un veto oligárquico. Los millonarios del Perú le habían
cerrado el paso a la humilde chinita. (Que estos la hubieran apoyado
sin matices contra el expresidente Ollanta Humala cinco años atrás no
importaba). Así, se lamieron las heridas con el bálsamo del fraude
electoral y el veto oligárquico. Semejante diagnóstico engendró una
política de la revancha. Keiko y su descomunal bancada azotarían a
Kuczynski, el presidente que la venció
Pero
nadie creyó que la ceguera sería perpetua. Ya recobrarían la visión,
pero no ocurrió. Independientemente de la desastrosa gestión de PPK, el
fujimorismo ha sido una fuerza política malencarada, tumultuosa y
vociferante, revanchista hasta la insolencia y, sobre todo, carente de
proyecto. Como era previsible, la ciudadanía se fue cansando de tanta
mediocridad.
Sin
embargo, algo más grave y hondo despuntó en estos dos años de
relaciones conflictivas entre el legislativo y el ejecutivo. Los
peruanos hemos constatado que el fujimorismo es un opositor eventual de
los presidentes pero, sobre todo, es un permanente opositor al Estado de
derecho. Debajo de la venganza coyuntural, yace la voluntad maciza y
constante de socavar el imperio de la ley.
Este
impulso contrario al Estado de derecho se ha evidenciado en diversos
ámbitos. En primer lugar, el fujimorismo aparece permanentemente
asociado a intereses criminales. Descarriló las iniciativas para
fortalecer las facultades de la Unidad de Investigación Financiera en relación con el delito de lavado de activos. Cuando la Superintendencia de Banca y Seguros buscó regular a las Cooperativas de Ahorro —que,
se sospecha, sobre todo en zonas cocaleras, sirven para lavar dinero
del narcotráfico—, pegaron el grito en el cielo. Por último, desde que estalló un escándalo de corrupción que implica al poder judicial y a la fiscalía,
personajes fujimoristas aparecen siempre cercanos a los implicados, y
desde el Congreso han buscado protegerlos. Tal vez porque uno de los
cabecillas de la red criminal puesta al descubierto asegura reunirse con
una tal “señora K”, “de la fuerza número uno”.
En
segundo lugar, la mayoría parlamentaria usa la ley como arma política y
eso ha provocado que la promulgación de leyes no constituya la
generación de reglas de juego, sino el juego mismo. Si el presidente Martín Vizcarra tiene la prerrogativa constitucional de disolver el parlamento
en ciertas circunstancias, el Congreso lo modifica
inconstitucionalmente desde su propio reglamento. Como consideran que
hay un complot mediático contra el fujimorismo, introducen una ley que
bloqueaba el gasto del Estado en los medios privados. Si Fujimori
regresa a la cárcel, expiden una ley para que las personas en
condiciones judiciales y carcelarias idénticas a las del patriarca
cumplan sus condenas fuera de prisión.
En
resumen, el control total del parlamento utilizado para socavar el
Estado de derecho ha dejado al país consternado. El fujimorismo afronta
ahora, simultáneamente, el descrédito popular, procesos judiciales y una
bancarrota electoral. Sin embargo, reportes de su muerte constituyen
una exageración. El futuro está tan abierto como siempre. La
irresponsabilidad del poder judicial o alguna situación mal manejada por
el ejecutivo podría hacer que los vientos soplen en otra dirección.
Pero nada de esto por sí solo rescatará la imagen del fujimorismo si
ellos mismos no recuperan una postura responsable. Por el momento
prefieren insistir en la irresponsabilidad mitológica. Lo que está
ocurriendo, aducen, es un golpe de Estado chavista. Más productivo, en
realidad, sería asumir lo que ha sucedido: le han probado al país que
son un mal innecesario. Pero prefieren la posverdad. Y en tiempos de
Bolsonaro, Orbán y Trump, no está mal recordar que, ya se dijo, la
posverdad es el prefascismo.
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